28 de septiembre de 2022

YO LECTOR

"La lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en un espacio, la relación consigo mismo o con los demás". Roger Chartier I En mi casa no había libros. En principio eran objetos extraños y alejados de nuestras realidades sin cubrir el tapete de nuestras memorias. La familia crecía y a diario se sumaban otros integrantes de la extensa parentela que llegaban con el cerebro límpido de alguna silueta de estos objetos. Mis cinco hermanos mayores ya estaban en la escuela y su arsenal librario eran la cartilla de cartón y La alegría de leer; el álgebra de Baldor era otro texto de devoción y pánico usado por mis hermanos que estaban en secundaria, lo mismo que para sus compañeros de curso. Mis padres habían incorporado en su conciencia que la educación era algo fundamental para sus hijos y esta idea circulaba entre los obreros del petróleo. Ellos eran campesinos y sin ninguna escolaridad. Mi papá, todas las tardes, al salir del trabajo en la Refinería-Intercol, compraba el periódico en La cacharrería Barranquilla, en El comercio, para ojearlo y estar informado del acontecer nacional. Tarde a tarde sembraba una disputa con mi hermana Amira para arrebatarle a mi viejo el diario El Espectador para leerlo, vicio que mantengo; ella, tras la sección femenina, yo, en busca de la página deportiva. En ocasiones salíamos a esperarlo a la esquina de la cuadra, se bajara del bus o descendiera de su bicicleta frente a la puerta de la casa para arrebatarle el periódico. Era el medio más cercano para estar próximo a la lectura. Esa disputa entre los dos se mantuvo por varios años hasta ingresar a la adolescencia. II Confieso que comencé a leer por los oídos. Esa lectura auditiva se hizo presente desde mi infancia con los sonidos musicales que escuchaba provenientes del radio de la casa o las radiolas de los vecinos que despedían de sus parlantes ritmos alegres con una sonoridad líquida y diáfana; por los gritos de mi mamá al llamarme desde la cocina, el lavadero, el patio o donde estuviera en aquel caserón y entender el tono de su emplazamiento: el matiz de su voz me decía si había enojo o querencia. Si sentía la primera notaba la rigidez y lo tenso de su voz; colegía que estaba a punto de recibir un regaño o me había hecho acreedor a una muenda; si el tono era suave y mimoso, al interior de mi alma había reposo. Los ritmos tropicales de la costa, como los del caribe, fueron esos primeros textos que comenzaron a moldear mi lectura y sus significados. Un porro o fandango de Pedro Laza o Rufo Garrido se adentraban en mi cuerpo con lisura; un paseo o son de Alejo Durán; el clarinete melodioso de Juan Madera en La pollera colorá con la orquesta de Pedro Salcedo; un porro, cumbia o guaracha de Los corraleros de Majagual; un guaguancó, un montuno o un cha-cha-chá de la sonora Matancera; un son cubano o un boogaloo de Joe Cuba. De estos ritmos y sus letras leía que eran música de baile, de alegría, de alborozo y en el rostro de los mayores se sentía ese mismo sentimiento que me transmitían. III Mi inicio en la escolaridad como preludio de la academia fue funesto. El lugar placentero para convivir y compartir con otros niños desde un principio comenzó a ser el espacio más aterrador y lúgubre en ese momento de mi infancia. Había ingresado a la primaria en la concentración Rojas Pinilla, conocida también como La Palmira, y un desconcierto en los ánimos se adueñó de mí ser. Estaba enfrentado a una educación clerical y autoritaria que permeó el país y a varias generaciones desde 1886 hasta finales del siglo XX, aunque muchos docentes de hoy aún se mantienen en el siglo XIX. El castigo, la regla, el azote y los diversos métodos de “corrección” eran el pan diario en las aulas escolares del territorio nacional. Procedimiento que estampó la frase de “La letra con sangre entra”, mejor asimilado por Goya en la pintura antes que aplicarlo en los infantes en las escuelas. Los maestros de primaria hasta la secundaria poseían poca instrucción pedagógica y muy escasa formación académica. En este estreno escolar la lectura estuvo ausente y mi frustración por la escuela fue mayúscula. Represalias corporales como reglazos en las manos, tirón de orejas, posturas de rodillas sobre granos de maíz pretendían reemplazar las mentes de los maestros y estas se constituían en sus guías pedagógicas. María Montessori, John Dewey, Jean Piaget y Ovidio Decroly no eran referentes en el catálogo teórico de los maestros de la época. El sufrimiento de muchos niños de estas generaciones quedó como huella imborrable en nuestros cerebros. IV En casa no había libros para usarlos como fuente de entretención, información o conocimiento. Era algo singular ver una biblioteca o un estante en alguna casa en la ciudad que tuviera un lugar para libros como bien cultural y salvaguarda de la memoria. No había libros ordenados en un estante o acumulados en un baúl para que cualquiera de los mayores, con frecuencia, buscara un volumen para sentarse a leer. Lo dominante estaba en el correr y jugar por el pasillo, por la cocina, por los cuartos y al final por el amplio patio donde la palabra, la conversación, el gracejo, los relatos de brujas, espantos y los concomitantes anecdotarios familiares, narrados por mi mamá, y de gentes del pueblo se unían para recrear el bucólico mundo familiar. Estaba el radio que escuchábamos a toda hora desde la madrugada hasta avanzada la noche o hasta que, como niño, me dominaba el sueño. Mis hermanos mayores ya estaban en el colegio y al dar el salto al bachillerato las obligaciones crecían para mis padres. Una parentela de hijos, que sumábamos casi una veintena por los frutos de uniones anticipadas de ambos, colmaba ese vergel familiar. Vivíamos en una comunidad edénica bajo el mando disciplinado e inescrutable de mi mamá, cuya mirada de cíclope recorría las esquinas más recónditas de la casa como los momentos de cada uno de sus integrantes para saber en qué maniobra o picardía andaba. Un libro nuevo en nuestras manos era raro en extremo y solo se hacía posible tenerlos, raras veces, al iniciar el año escolar. En las escuelas de la empresa, El Parnaso, tuvimos libros de textos nuevos, mas no libros de literatura, que los regalaban a los hijos de los obreros en la primaria; una prebenda que se tenía como conquista de los trabajadores petroleros. Por lo general mis padres buscaban economía y adquirían textos de segunda, cuando el uso daba cuenta de ellos o ya no los utilizaban en otras casas y los hijos de esas familias ascendían a cursos superiores: pastas de portada y contraportada ruinosas, hojas amarillas, lomo desportillado y letras con marcadas transparencias de una tinta velada que mostraba el desgaste por el paso del tiempo y de muchas manos. Ahora la escuela se había establecido como prioridad para cualquier familia en la ciudad. En el imaginario de los obreros se forjaba de forma naciente la necesidad de que sus descendientes no corrieran la misma suerte que les había tocado con la rudeza del trabajo. Una frase se iba divulgando en el círculo de los trabajadores para transmitir a sus hijos: ―Estudie para que no le toque como me toca a mí─. O ─“Estudie mijo, que un lápiz pesa menos que una pala”. VI Mi afición por la lectura comenzó muy temprano, aunque de forma simple y desordenada. La escuela no era guía para inducir a los estudiantes por este camino y los profesores nada motivadores o animadores de lectura en las aulas. En adelante ya leía algún material impreso con temáticas diferentes que me indicaban puntos referenciales del país y el mundo. En una ocasión mi hermana Amira pidió prestada a una vecina el número actual, de ese momento, de la revista Vanidades para leer como esparcimiento luego del regreso de su trabajo. Un impreso a color con buenas fotos, impecables ilustraciones, diseño exquisito y papel propalcote. Estaba en el afán de descubrir el mundo a través de la lectura y tomaba cualquier impreso sin reparar en tamaños. Una noche, antes de dormir, la tomé en un descuido de ella y comencé a leerla acostado en la cama. Avancé dos o tres páginas del artículo que leía cuando, en forma repentina, el sueño me dominó cayendo en un vacío profundo de narcosis. Al despertar al día siguiente la revista estaba doblada, ajada y marchita debajo de mi enteco cuerpo. Cuando mi hermana la recordó para devolverla a su dueña, se encontró con la desgarradora escena de ver que la revista estaba como si hubiera pasado un ciclón por encima de ella. El grito de Amira retumbó por los mínimos orificios de la casa y mi mamá, que se encontraba en la cocina, corrió despavorida y llegó hasta el sitio de origen del clamor para enterarse de la razón de su alarido. Enterada de la situación, llegó la inevitable cueriza, sin juicio previo y menos absolución frente a lo acontecido. Durante mucho tiempo seguí recordando la zurra y el artículo leído de aquella Vanidades. VII Mi guía y tutor desde temprana edad fue Jaime, mi hermano mayor, para ingresar en los ámbitos sociales por los que transitaba. Estar con su barra de amigos, ser su asistente en los partidos de fútbol o beisbol de los que hacía parte, lo mismo que participar en el grupo de hermanos y familiares en chanzas y payasadas a la hora de los chistes y ocurrencias de relajación, eran formas de visionar otras formas de existencia. Jaime había terminado la secundaria y formado de inmediato su hogar. Tuvo como ambición estudiar medicina, aunque esta se desvaneció con prontitud por las exigencias y obligaciones de mis padres con su familia. Sin embargo, ya con empleo e ingresos definidos, sus ilusiones por los estudios universitarios las mantenía en alzas y su empeño era indeclinable. Sus directrices iniciaban con los temas del periódico. Una tarde leyendo El Espectador me encontré con la entrevista hecha a un jugador de fútbol argentino que militaba en el Cúcuta deportivo, gran goleador: Hugo Horacio Londero. Una de las preguntas fue sobre qué libro estaba leyendo. Su respuesta fue franca e instantánea: La hora 25. Su autor Virgil Gheorghiu. El título comenzó a rondarme en la cabeza por la enseñanza en el colegio de las 24 horas del día, ahora recibía el mazazo de la ficción de una hora más del día y sin respuesta de algún profesor en el colegio que me sacara de la turbación mental de una hora más de las ya conocidas. Aunque la vigilancia de Jaime era escrupulosa también tenía sus formas para que no apareciera mi rebeldía y llevarme por la senda de sus propios ideales. Los libros, la música y edificar la amistad sólida que aún se mantiene, eran el mayor canal de contacto y medio de conversación que me acercaban con él. Mis visitas y encuentros en su casa eran frecuentes para consolidar nuestra relación fraternal. Semanas después de La hora 25, me sugirió un libro que resoplaba por el continente y el eco que producía era sobrecogedor, se escuchaba más allá de nuestros límites fronterizos mentales. Utilizó la fórmula más sugestiva de acercamiento y lo puso en mis manos para seducirme en medio del sonido de la música de fondo. Lo tomé con cierto desdén, sumado al volumen de páginas que presentaba, haciéndome pensar de inmediato en el rechazo a leerlo. Era Cien años de soledad, esa novela cumbre y maravillosa de Gabriel García Márquez. Varios días pasó el libro reposando sobre la mesa de la casa, donde ponía mis útiles escolares, hasta que en un momento intenté leerlo. En el recorrido de las primeras dos o tres páginas fui vencido por el sueño sin poder avanzar mucho y entender poco la historia que leía. A paso lento llegué hasta la página treinta ese año. Leía sin guía o preceptor que me acompañara a hacer una lectura simple o sencilla para comprender la novela; esa fue la constante durante la primaria y lo que llevaba en el bachillerato; la vida estudiantil la enfrentaba a coñazos de forma solitaria descifrando las palabras y sus significados, los aturdimientos o perplejidades ante un nuevo vocablo, las vivencias de mundo que experimentaba con los amigos y compañeros de clase, las conversaciones en acertijos y misterios que abordaban los mayores en casa. La novela quedó estancada en cualquier lugar de la casa y en ocasiones movida de un lugar a otro por el estorbo que causaba a las mujeres en momentos de aseo y limpieza general. Un día, a inicios del año siguiente, Jaime, a quien tenía en casa como referente fraterno y de amistad, me preguntó por el libro y cómo iba con la lectura del mismo. Mi respuesta estuvo marcada por titubeos e indecisiones ante el poco avance alcanzado. Esa inquietud hizo que al instante volviera a tomar la novela y la iniciara de nuevo. El recorrido de lectura duplicó el número de páginas de la ocasión primera, aunque ahora comencé a descubrir que algo paralelo a la historia narrada de igual forma sucedía en mi casa y el mundo que orbitaba en ella guardaba varias similitudes: la mujer que llevaba el control de la casa, doncellas hacendosas supervigiladas por la matrona, cadena de forasteros que un día llegaban con cualquier integrante de la familia quedándose a vivir para siempre como uno más de la familia, mención de muertos, espantos y duendes para hacer dormir temprano a los menores, cuentos interminables con menciones de seres inverosímiles; y un hombre paciente que cumplía sus propias labores y Año tras año la tomaba y la leía con mayor predilección y devoción. Entonces fue surgiendo mi apego y afición por la narrativa garciamarquiana que ahora son lecturas que tengo en mi haber y una duplicidad de ensayos y comentarios de este texto y su obra se constituyen en mi máximo dividendo y lucro personal. Esta afición me ha conducido a una pasión colosal y apoteósica para estar cerca de su creación literaria y obligado a rastrear sus novelas, cuentos, crónicas, entrevistas y cualquier formato escrito recóndito que no haya conocido. Así me hice lector. Abril de 2012

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